Rápido, furioso, muerto

Rápido, furioso, muerto

El caso de Axel Lucero en Argentina


En esta crónica ganadora del Premio Gabriel García Márquez 2015, se detalla lo que es la vida de muchos jóvenes en las famosas barriadas bonarenses donde adquirir una moto de cualquier vía, para muchos es realizar algo muy valioso en sus vidas


 

Por: Javier Sinay. Periodista argentino

Rolling Stone-Argentina


Arriba de una Honda CG Titan negra, el lunes 25 de febrero de 2013, poco antes de las nueve de la noche, Axel Lucero y un amigo dejaron atras el barrio El Carmen, en La Plata. Habian salido en una sola moto, pero estaban dispuestos a volver en dos: la otra, la que todavia no tenian, la iba a conseguir Lucero con el arma que llevaba en el bolsillo de su campera.

Lucero era un pibe flaco, de sonrisa amplia, mirada pícara y rasgos armónicos: un adolescente que cursaba, lejos de la asistencia perfecta, el octavo grado en el turno nocturno de la Escuela Nº 84. Por el tono cobrizo que barnizaba su tez, su familia y sus amigos le decían «el Negrito».

Ese mismo 25 de febrero, poco antes de las nueve de la noche, Jorge Caballero, un sargento de 25 años de la Policía Buenos Aires 2 -una fuerza dedicada al patrullaje en el Gran Buenos Aires y La Plata-, salía para el gimnasio en su Honda Twister. En el camino la aceleró con ganas: había sido la primera gran inversión de su vida. Con sus primeros ahorros como policía (18.500 pesos en efectivo), se había dado el gusto de tener esta máquina negra, sólida, poderosa.

Manejó por la calle 6 hasta la 90, pasó el supermercado y el kiosco de revistas que se viene abajo; dobló por la 7, pasó frente al club donde había practicado boxeo algunos años atrás y siguió hasta que en la esquina de la calle 80 vio que el semáforo estaba en rojo. Había estado pensando en ir al gimnasio a la mañana, pero de algún modo se había hecho el mediodía y luego, la tarde, y todavía no había salido de su casa. Era su día de franco y las horas pasaron rápido: al anochecer se preparó un batido con un polvo para ganar peso con el ejercicio y lo tomó mientras miraba videos de reggaetón y de pop de los 80 en YouTube. Se puso una musculosa y se vendó el tobillo. Cuando el vaso estuvo vacío, miró la hora. Eran poco más de las ocho de la noche. Era tarde. Fue a la cocina, dejó el vaso, se lavó los dientes y agarró un bolso con algo de ropa.

Mientras piloteaba, bajo su campera sentía el frío de la 9 milímetros, el arma reglamentaria que no era extraño que llevara encima, aun cuando no estuviera en servicio.

El semáforo en rojo del cruce de las calles 7 y 80 le dio tiempo para avanzar entre los autos con su moto y ponerse justo antes de la senda peatonal. Cuando el Negrito y su amigo Nazareno Alamo, un pibe cuatro años mayor, aparecieron con la CG, Caballero ya estaba pensando en lo que iba a cenar después de entrenar a pleno un par de horas en el gimnasio.

Ninguno de ellos estaba listo para la balacera. Y el Negrito no estaba listo para morir. ¿Quién lo está a los 16 años?

Hay que dar la discusion sobre el uso del arma por parte de policías fuera de servicio», dice el abogado Julián Axat en su oficina de los tribunales platenses, donde hay pilas de expedientes sobre todas las superficies y un cuadro de Banksy en una pared. Axat, de 37 años, hace de su tarea judicial una militancia política: defiende a niños y adolescentes en conflicto con la ley, y ha tenido varios enfrentamientos con distintos sectores corporativos de la policía y de la justicia. En mayo del año pasado, presentó ante la Corte Suprema de la provincia de Buenos Aires una lista de seis homicidios ocurridos en un lapso de once meses que, atando cabos, descubrió que tenían un gran punto en común: todos eran casos de presuntos «pibes chorros» que salían a robar -en la mayoría de los casos, motos- y terminaban ajusticiados por policías -algunos de ellos, dueños de esas motos- de civil, en homicidios como consecuencia de un exceso de legítima defensa. El caso del Negrito estaba en su lista.

La portación y el uso del arma reglamentaria en policías fuera de servicio, que se ampara en la Ley 13.982 de la provincia de Buenos Aires (reformada en 2009 por el actual gobernador Daniel Scioli), muchas veces se convierte en un problema de consecuencias mortales. En el último informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), se detalla que entre 2003 y 2013 murieron 1286 civiles en hechos en los que participaron integrantes de las fuerzas de seguridad. El 35,4% de las víctimas (455 personas) recibió disparos de policías que estaban fuera de servicio al momento de gatillar. A la vez, un 76% de los policías fallecidos en ese período (332) también estaba fuera de servicio: el 47%, de franco; el 22,9%, retirado. En ese período de diez años, policías de la Federal mataron a 195 personas en la ciudad de Buenos Aires. Pero hubo otras 304 víctimas en la provincia: muchas de ellas fueron ultimadas por efectivos que viven en el Conurbano y que tomaron parte en el conflicto al salir de su casa o al regresar. En el caso de la Policía Bonaerense, la responsabilidad del personal de franco o retirados en la muerte de civiles representa cerca del 30% de los casos que ocurrieron durante la última década. (Hay uno emblemático: el caso de Lautaro Bugatto, el jugador de Banfield asesinado el 6 de mayo de 2012, cuando quedó atrapado en medio de un tiroteo entre David Ramón Benítez, un policía de civil que disparó siete veces, y dos ladrones que intentaron robarle una moto. Ahora Benítez espera el juicio, acusado por un exceso en la legítima defensa.)

Actual coordinador del Programa de Acceso Comunitario a la Justicia y, hasta hace pocas semanas, titular de la Defensoría Oficial de Menores número 16 de La Plata, Axat además es poeta y en 2013 publicó el libro Musulmán o biopoética (editado por su propio sello, Los Detectives Salvajes), donde hay poesías sobre algunos de los chicos de los casos de su lista.

«Ni siquiera está resuelto el tema del policía en su barrio, en su vida de civil, fuera del horario de trabajo: por eso la lleva siempre», dice Axat. «Este panorama legal resulta una suerte de autorización para los policías, que optan por naturalizar la portación de las armas y se mantienen en estado de alerta permanente. Al no existir un hiato entre intervención en servicio y fuera de servicio, el arma reglamentaria se convierte en un riesgo las 24 horas.»


El corazón del barrio El Carmen es su plaza, cuyo paisaje se asemeja mucho a la luna en un sueño decadente. Está sobre un manto de césped carcomido como el lomo de un perro con sarna; un techo de cielo gris envuelve a los árboles sin hojas y una pasarela de cemento que se enrula como una serpiente. Ubicada sobre la calle 128, ésta es «la plaza del fondo»: una cuadra más allá se acaba todo. Sólo hay dos o tres kilómetros de campo antes de que el río bañe la orilla terrosa de la provincia de Buenos Aires.

El Negrito llegó a El Carmen sólo cuatro meses antes de cruzarse en el semáforo con el sargento Caballero. Y en esas 16 semanas su vida cambió totalmente. Hijo de un mecánico y de un ama de casa, fue criado como el menor de tres hermanos en un hogar de clase trabajadora. En su casa funciona el taller de su padre, Rubén, un hombre de rasgos rústicos y palabras mínimas. El primer acelerador que el Negrito pisó fue el de un karting de chasis Vara, que llevaba el número 29 y que Marcela, su madre, cree que debe estar en un cuartito del fondo de esta casa.

Mientras Rubén se mueve sigiloso por el taller, Marcela ceba mates, fuma sin parar y recuerda cuánto le gustaban las motos a su hijo, que cuando no estaba en la escuela trabajaba con su padre acá, ayudándolo y aprendiendo un poco: lo suficiente para saber de motores y modelos. El Negrito se hacía y deshacía de sus motos preferidas con escandalosa facilidad. Tuvo, enumera Marcela, una Honda CG, una Wave, una Twister, una Tornado. También una Zanella RX y una Suzuki X100 dos tiempos a la que sus amigos le decían «la paraguaya», por un ruido raro que hacía. «Los chicos las compran y las venden entre ellos», dice su madre con la voz cansada. Sabe que algunos de los amigos del Negrito solían conseguir las motos a punta de pistola y se amarga cuando piensa que su propio hijo pudo haber robado algunas. Pero prefiere negarlo. «Hay pibes que son mala influencia», dice. «No son ningunos nenes de mamá: son chicos que van de caño y que se drogan. Viven para eso.»

El Negrito entró en El Carmen en la primavera del año 2012 junto a Fernando, su primo, que vivía allí, y en poco tiempo se hizo amigo de varios. Maduró rápido en ese pedazo de tierra olvidado por el mundo: con sus nuevos amigos probó la órbita mental en la que lo pusieron algunas drogas, el vértigo de ciertos planes ilegales, el sabor de los besos robados y la grasa de las motos que aparecían y desaparecían, y que él siempre quería montar y acelerar con entusiasmo fogoso.

Llegaba hasta allí piloteando a través de la Avenida 122, una vía de doble mano poblada de camiones y adornada con carteles toscos que recordaban a Huguillo, acaso el mejor piloto de la periferia Este de La Plata, que se convirtió en leyenda cuando murió con menos de 20 años el día en que -manejando la moto acostado- se dio de lleno contra un coche. El Carmen estaba a la izquierda de la ruta. Era un barrio pequeño y pobre, pero no era exactamente una villa. Tenía dos escuelas, una sala sanitaria, un club social con mesas de billar y una comisaría con patrulleros destartalados, pero la penetración de la asistencia social, y aun la del entramado político informal, era casi nula. Ni siquiera el comercio narco, en manos de dos o tres transas, era tan espectacular. Todo el territorio parecía en estado de espera. Y, a medida que las calles se alejaban de la Avenida 122, la escena se opacaba: había caballos que tiraban de carros cargados de basura, había bandadas de nenes descalzos, había arroyuelos sucios, había casas de madera frágil y otras que parecían cajas de cemento.

El Negrito, que era de Villa Elvira -una zona de casas bajas y ordenadas-, no tenía amigos tan temerarios, que portaran armas y que robaran, penetrando la zona delictiva en las mismas motos que a él le volaban la cabeza. En El Carmen, en cambio, Pablo Alegre, apodado «Ratón», un chico de 17 años con fama de demonio, que solía pasearse con una pistola 9 milímetros o con un revólver calibre .38 en cuya empuñadura había tallado su apodo, le había declarado la guerra a un transa del barrio de El Palihue, un barrio de características similares al otro lado de la Avenida 122, y cada tanto intercambiaba disparos con él y con su gente. Nazareno Alamo, que firmaba como Naza Reloco en su cuenta de Facebook, había conocido de calabozos y calibres. Maximiliano de León, «Juguito», había empezado a fumar marihuana a los 13 años y unos meses después ya mezclaba cocaína, calmantes y alcohol, y era incontrolable. Y el propio primo de Axel, su anfitrión en esas calles, también tenía la cárcel en su destino: unos meses después de introducir al Negrito en el barrio, él mismo terminó preso, acusado de robar una carnicería. Muchos de esos pibes habían hecho de la comisaría una rutina.

Como sea, Ratón, Naza Reloco y Juguito se convirtieron en buenos amigos del Negrito. Con ellos el tiempo pasaba diferente y, en El Carmen, sentía que todo estaba permitido.


Sentado en el cordón de una calle silenciosa, a la vuelta de la casa de la familia Lucero, Johnny Lezcano, un pibe de rulos y corte al ras que tiene un tatuaje del Gauchito Gil, habla del Negrito: «Piloteaba la moto como si fuera un sueño: eran él y la moto, y era como si no existiera nada más». El sol pega fuerte; cada tanto pasa un auto. Johnny, que no ha cumplido 20 años todavía, claro que se acuerda de todas las motos que tuvo su amigo y asegura que el Negrito no las había robado. «La primera la laburó. Empezó a juntar plata y después la cambió por otra y. ¡Pum!», dice. «Creció, la vendió, compró otra, vendió, compró otra mejor y así. Todo legal. Lo que él andaba, siempre tenía papeles.»

Si antes el sueño del pibe en los barrios de la periferia de Buenos Aires era jugar al fútbol en primera división, ser boxeador o ídolo de cumbia, hoy ese sueño se reduce a tener una moto. En barrios como estos, la moto es salida laboral y objeto de lujo y distinción; motivo de ostentación y, también, herramienta para el delito.

«Tenía mujeres de sobra el guacho. Tenía facha, tenía ropa, tenía zapatillas, tenía chamuyo. Pero igual con la moto ya era suficiente», agrega Johnny. «A las mujeres les regustan las motos. Pasás al lado de una y le pegás una acelerada. ¿Sabés cómo se suben? Y si sabés hacer willy, no se bajan más.»

Los jueves a la noche, o a veces los sábados o los domingos, el Negrito iba al Bosque, un parque gigantesco y tradicional de La Plata donde los fanáticos de las dos ruedas se juntan en reuniones multitudinarias para desafiarse en carreras o jactarse de sus trucos. «El Negrito iba a demostrar lo que sabía», dice Johnny como si se tratara de una escena de Rápidos y furiosos. «Se hacía ver, la colgaba levantando la rueda delantera o hacía cortes, moviendo la llave para que la moto hiciera ruido: ¡Pá-pá-pá!»

En El Carmen, él y sus amigos echaban mano a los motores: todo el tiempo alguien necesitaba tunear su máquina, todo el tiempo aparecían nuevas motos. Y, en general, se sobreentendía de dónde venían. (En la periferia platense, una Honda Wave robada puede conseguirse por 500 pesos, menos del 10% de su valor legal.) El circuito clandestino está alimentado por los que consiguen las motos, a los que llaman «los cortatruchos», y las llevan a los desarmaderos de los «transas» de motores y de partes. La complicidad policial también se sobreentiende. En Argentina hay alrededor de cinco millones y medio de motos patentadas: en los últimos tres años, la cifra creció a una tasa del 21% (una moto cada ocho habitantes). En el barrio, el producto final de esa cadena -una moto ilegal de registro adulterado- es casi siempre más respetado que una moto con los papeles en regla.


El negrito completo su conversión y cortó definitivamente amarras con su pasado cuando conoció a Araceli Ibarra. Era una tarde de calor de noviembre de 2012, en la esquina de la escuela a la que iba, sobre el cruce de la avenida 7 con la calle 76. Ahí charlaron por primera vez cuando una amiga en común los presentó y, algún tiempo después, cerca de esa misma esquina, pero por la noche, el Negrito le pidió un beso. Ella estaba de nuevo con su amiga; él había llegado en moto y había frenado cuando las había visto. Le quedaba bien la moto, comentaron entre ellas. Eso les gustaba.

El Negrito buscó y consiguió ese primer beso y antes de acelerar de nuevo alcanzó a agendar en su teléfono el número de Araceli. Partió después, y todavía con cierta electricidad en los labios, como un gentil jinete teenager.

Ya tenía una novia, Evelyn, una chica de carita angelical que había sido su primer amor. (Tras su muerte, ella le pintó un grafiti en una de las calles de Villa Elvira: el nombre de los dos adentro de una lengua stone.) Pero al Negrito había empezado a gustarle esta princesita de El Carmen, que además hacía box y tenía una actitud diferente de la de todas las chicas que había conocido.

El próximo encuentro fue en la plaza Matheu, un bosquecito hexagonal donde confluyen seis calles, que de repente era de ellos: debajo de un árbol, con Ratón y una amiga de Araceli, comieron unas hamburguesas y tomaron gaseosa, y charlaron hasta que las palabras se agotaron. A las dos y media de la madrugada, Ratón se subió a su moto y se fue con las dos chicas para El Carmen, y el Negrito partió para la casa de sus padres. Cruzó las calles en su moto con una sonrisa que resplandecía y cortaba el viento que le pegaba en la cara: había vuelto a besar a Araceli. Mientras las calles pasaban, el Negrito supo que habría nuevas citas, nuevas noches, nuevos besos y nuevas palabras, y que él le preguntaría por fin a Araceli qué esperaba de todo eso.

«¿Querés estar de novia conmigo o qué?» Así recuerda Araceli que el Negrito la encaró. «El Negrito me gustaba», dice ella ahora, sentada en una escalera, al costado del gimnasio del Club Chacarita Platense, en el Sur de la ciudad. El lugar es una cancha porosa de básquet donde una docena de pibes y una chica (ella) tiraban guantes, saltaban la soga y hacían abdominales hasta hace unos minutos. Araceli, que todavía tiene puestos sus guantes rosas, está bañada en transpiración adentro de un pantalón y una camiseta de fútbol: a los 18 años, se perfila como una boxeadora dura que persigue el sueño de subirse a un ring como profesional. Se saca los guantes y las vendas, y debajo de todo eso tiene las uñas pintadas de rojo. «Más allá de que el Negrito hacía muchas cagadas, conmigo era bueno», continúa. «Y yo le dije que sí, que quería estar de novia, pero sólo si se iba a portar bien.»

A poco de empezar la relación, Araceli lo metió en su casa. Estuvieron conviviendo ahí un mes. El Negrito había pensado que iba a ser mejor estar en El Carmen, porque la policía lo buscaba en el domicilio de sus padres para que declarara: un amigo suyo le había disparado a otro pibe que les había querido robar una Honda Wave.

En una casa de una habitación, donde también vivían el hermano de Araceli y su novia, el Negrito dormía a veces hasta las cuatro de la tarde y, cuando se despertaba, encontraba a una Araceli que ya había salido a trotar a la mañana y que había estado haciendo guantes en la bolsa del gimnasio. «El ya tenía el sueño cambiado porque andaba despierto a la noche», dice ella sobre la nueva vida del Negrito en El Carmen. El igual era educado, la ayudaba a limpiar y a cocinar, y cuando caía el sol se quedaban mirando películas de terror o dibujitos. «Era compañero conmigo», agrega, «pero cuando salía se daba vuelta».

«Allá el Negrito era el destacado, el más facha, el picante», recuerda Nicolás, otro de sus amigos de Villa Elvira. «Pero esos pibes lo llevaban por mal camino y lo vivían. Y él, para demostrar cómo era, les decía que sí a todo. Y así un día cambió, empezó a ir más para allá, más para allá, más para allá y ya a no volver. Y nunca nadie entendió por qué.»

Así fue como, en apenas cuatro meses, el nene bueno se volvió un nene malo. «Todo lo que no hacía acá, lo hacía allá», dice su madre, «y pensaba que estaba bien». En la cocina de la casa de los Lucero, la señora intenta ahora encontrarle una explicación a la transformación que experimentó su hijo y que lo llevó a la muerte. «Allá tenía una personalidad y acá, otra», dice. «Como él decía que no le tenía miedo a nada, los pibes de allá lo usaban. Y para demostrarles, él iba con ellos a robar.»

En la mesa de la cocina, Nahuel Giménez, un chico silencioso de 17 años que la madre del Negrito señala no sólo como el mejor amigo de su hijo, sino también como el que más se le parece en los rasgos físicos, agrega con un hilito de voz: «Me dijo que robar no era fácil y que tampoco le gustaba». Marcela le apoya la mano en el brazo y trata de consolarlo. «Pero cuando estás drogado no sabés lo que hacés. Cuando venía de El Carmen no era él: venía todo jalado, venía bobo, con los ojos dados vuelta.»

El Negrito le decía a su madre: «¡Mami! No me va a pasar nada», dice Marcela. ««Las cosas que dicen de mí no son ciertas: yo no hago nada, yo me porto bien, vos quedate tranquila», me decía.»

La madre y el amigo se quedan callados. «Yo no me daba cuenta si había fumado o jalado», dice ella después. «Para mí siempre tenía la misma cara. Lo disimulaba muy bien. Recién ahora me estoy enterando de esas cosas.»


El semáforo de 7 y 80 seguía en rojo. «Yo estaba pensando en cualquier boludez», dice Caballero. A su izquierda pasó en ese momento una moto sobre la que iban dos tipos, que frenaron también en el semáforo: estaban vestidos con equipos deportivos, los dos llevaban gorras y tenían las capuchas de sus camperas puestas. El de adelante miraba a sus lados; el otro miraba hacia atrás, inquieto. Caballero, que no los había visto llegar porque iba con casco, se preguntó qué estaba pasando. «Cuando el de atrás metió su mano en la campera, me di cuenta de que yo había perdido.»

Entonces el Negrito sacó la mano de su bolsillo empuñando un arma y el tiempo se detuvo. Saltó de la moto y, en dos pasos, se le paró enfrente, cargando el arma en la cara del policía y le gritó arrastrando las palabras: «¡Dale, bajate!».

Detrás de una gorra Nike, la capucha de una campera deportiva adornada con el escudo de River Plate y una bufanda enroscada alrededor, Caballero sólo vio dos ojos frenéticos. «¡Dale! ¡Dale! ¡Bajate! ¡Bajate!», le repetía.

«Pensé que si me movía, me tiraba», recuerda Caballero, que además es hijo de un policía aún en actividad. Como no reaccionaba, el Negrito lo golpeó dos veces en el casco y otra en el pecho con el arma, hasta que el policía, de civil, terminó de entender lo que estaba ocurriendo y, poniendo la patita para que su moto no se cayera, la dejó en punto muerto y se bajó. Pero el Negrito no estaba listo para treparse a la Twister: antes necesitaba que Caballero se alejara un poco más, para evitar un contraataque.

Alrededor, varios testigos parecían congelados: estaban esperando el colectivo, saliendo del supermercado, caminando de regreso a sus hogares y, de pronto, ya no hacían otra cosa que permanecer quietos a la espera de las balas.

«Yo le di la espalda porque no quería que me revisara», dice Caballero. «Si buscaba mi billetera y mi celular, quizá me manoteaba el fierro y yo no sabía cómo podía terminar eso. Como yo le digo «¡Listo, listo, listo! ¡Llevátela!», en un momento el loco se sube y me da la espalda. Y ahí saco yo mi arma y la martillo.»

Cuando Caballero apuntó, el amigo del Negrito lo vió. «¡Tirale!», le dijo. O quizás: «¡Dale!». Caballero no puede recordar ese detalle con claridad. Cuando se dio vuelta, ya estaba en la mira de Caballero, que le gritó: «¡Policía! ¡Policía! ¡Bajate!». Pero igual el Negrito levantó su arma. «El me apuntó y le tiré», dice Caballero. «Fue un segundo: ¡Plup! ¡plup! ¡plup! ¡plup! Cuando vuelvo a mirar, su fierro cae y él también.»

El Negrito quedó en el suelo, con la Twister encima, estirándose para zafarse o quizá para recuperar el arma (una Bersa con la numeración limada que alguna vez había sido de un policía). Caballero corrió hacia el Negrito y llegó primero al arma, mientras el amigo del Negrito aceleraba y se daba a la fuga. El Negrito estaba herido con cuatro tiros y esos manotazos eran también un último intento de aferrarse al asfalto bonaerense, a la vida que se desprende demasiado rápido. En un instante estuvo muerto.

Caballero quería saber quién había querido robarle la moto. «Quise saber quién era y le destapé la cara», dice. El rostro lampiño del Negrito acababa de soltar el último aliento. «Y cuando lo vi, pensé: «¡Uh! ¡Es un guacho!»»

De costado sobre el asfalto, el motor de la Honda Twister todavía ronroneaba.


El homicidio de Axel Lucero puede parecer uno más entre las historias trágicas que Buenos Aires narra todos los días: un ladronzuelo muerto, un policía con las manos manchadas de sangre y pólvora, un botín exiguo. Fin. Pero no. En sus múltiples capas de interpretación, el cruce del Negrito con Caballero esconde más de un sentido.

Meses después del crimen del Negrito, Axat presentó ante la Corte Suprema de la provincia de Buenos Aires su caso, en una lista en la que estaba junto a otros cinco adolescentes asesinados por policías platenses de civil en un lapso de once meses: Rodrigo Simonetti, de 11 años (muerto el 6 de junio de 2012); Franco Quintana, de 16 (el 27 de diciembre de 2012); Omar Cigarán, de 17 (el 14 de febrero de 2013), quien, según la versión oficial, intentó robarle la moto a un policía de civil; Bladimir Garay, de 16 (el 19 de mayo de 2013) y Maximiliano de León, de 14 años y con 22 entradas a comisarías (el 1 de agosto de 2012). De León, conocido en El Carmen como Juguito, era amigo de Ratón y del Negrito.

«En cinco años de trabajo como defensor, yo nunca había visto una seguidilla así», dice Axat, que desde que presentó esta serie ha detectado otros seis casos nuevos. No habla de un escuadrón de la muerte; en cambio, su hipótesis es que la serie de asesinatos sin castigo genera un clima de repetición. «Es un copycat», continúa, «son crímenes copiados de otros crímenes, que surgen de una articulación de imaginarios y prácticas que funcionan al dedillo en cuanto a la persecución y al hostigamiento de estos pibes que ya vienen prontuariados de antemano, porque tienen caídas en la policía y seguimientos en los barrios.»

La provincia de Buenos Aires no tiene un sistema de estadística pública que muestre los casos de muerte a consecuencia de violencia institucional. Y aunque existe un banco de datos que registra apremios y torturas, no es confiable porque los defensores públicos no siempre cargan sus denuncias. La procuración bonaerense, en su sistema web, registra la tasa de investigaciones penales iniciadas cada año, pero no especifica quiénes son las víctimas y los victimarios, ni tampoco las modalidades. «Es una cifra inútil», explica Axat, que sospecha que si en La Plata hubo seis casos en once meses, en otros departamentos judiciales más violentos (como La Matanza, San Martín o Morón) debe haber más. El asunto lo desvela: «La cifra real existe», asegura. El Sistema Integrado del Ministerio Público de la provincia, dice él, obliga a los funcionarios a volcar toda la actuación realizada, que luego es recibida por la Dirección de Estadística, que utiliza los datos para hacer control de gestión interna, pero no para darlos a conocer.

Axat dice que una fuente suya le filtró parte de la estadística y que, hasta ahora, ha logrado descubrir algunas cosas: «Es grave. Sólo en La Plata, donde hay un nivel de conflictividad medio, tengo una tasa de alrededor de 130 pibes muertos en los últimos ocho años, pero no tengo la modalidad. No sé si se mataron entre ellos, si ocurrió cuando le fueron a robar a un policía o en legítima defensa. Deberíamos, como sociedad, poder saberlo».


En El Carmen, la muerte del negrito no pasó desapercibida: el barrio lo lloró. Y aunque su madre se encargó de que ninguno de sus nuevos amigos estuviera en el entierro, ellos lo santificaron en Facebook, donde los flyers con su rostro comenzaron a circular, diseñados por quienes lo habían conocido, junto con las fotografías que lo mostraban caminando por esas calles o haciendo willy, «colgando» alguna moto a toda velocidad. «Lo recuerdamos por la imagen que dejaron de pibes bien chorros, companieros y unos amigos impresionante. los amamos mucho», se lee en una de esas imágenes: allí el Negrito comparte cartel con Ratón, que para entonces ya había sido ejecutado con varios tiros por la espalda por un dealer de El Palihue.

Un día después del homicidio de Axel Lucero, su amigo Nazareno Alamo, Naza Reloco, que había logrado escapar, agregó un comentario en una foto del Negrito que él mismo había subido a Facebook tiempo atrás. «Te quiero amigo se te re estraña negro, alto compañero», escribió.

Cuatro días después, la misma foto recibió dos comentarios que lo inquietaron: «Lo dejaste re morir Naza al pibe, no podés hacer eso. Te van hacer maldades, gato», puso uno. Y otro: «Re gil el pibe, ¿cómo lo va a dejar tirado? Le tiene que kaer la maldad». Naza Reloco se defendió desaforadamente: «Cierren el orto, giles. Diganmelon en la cara si son tan piolas», escribió. «Yo hice lo posible pero estaba re jalado y yo no lo llevé a él, lo vi cuando estaba tirado.» Uno de los que había posteado antes volvió a aparecer: «No sé amigo, todos los pibes dijeron q andaba con vos».

El 31 de diciembre de 2013, diez meses después del homicidio, Naza le dejó un rosario al Gauchito Gil en memoria del Negrito, en un santuario que él mismo había ayudado a construir en la plaza de El Carmen. «El estaba mal porque todos lo acusaban de que había ido a robar con el Negrito ese día, porque siempre andaban juntos», dice Maira Verón, la novia de Naza, que en su Facebook firma como La Morocha de Ningún Gato. En su casa, un departamento en un monoblock enano llamado Monasterio, no muy lejos de El Carmen, no hay casi nada: apenas una mesa, algunas sillas, una heladera y muy pocas cosas más. Maira insiste con que su novio trabajaba como albañil desde las siete de la mañana y con que ya no robaba, y por lo tanto para ella no hay forma de que haya abandonado al Negrito. (La investigación judicial sobre el homicidio de Axel Lucero es ambigua en ese sentido: la presencia de Nazareno Alamo en el incidente no ha sido probada ni tampoco descartada. Pero la sospecha de que fue él quien estuvo allí existe.)

«Ese día, Naza vino a mi casa a las ocho de la noche y después nos fuimos a dormir, y a la una de la madrugada vinieron unos chicos a avisarnos que le habían dado un tiro al Negrito», sigue Maira. Fue ella quien se subió a una motito Honda Wave y comprobó la historia. Cuando volvió con la noticia, encontró a Alamo pidiéndole por la vida de su amigo al Gauchito Gil, con una vela encendida. «No lo pudo aguantar», dice. «Se puso a llorar.»

Casi un año después del homicidio del Negrito, el miércoles 22 de enero de 2014, Araceli, que está a punto de dar las coordenadas para una nueva entrevista para este artículo, avisa que no podrá llegar: otro amigo acaba de morir. Es Alamo, que quiso ayudar a un vecino a recuperar una moto y terminó con un disparo en la frente.

En la medianoche del viernes 24 de enero, una pequeña multitud llega desde El Carmen a una funeraria de la calle 72, la última del diseño racional de La Plata, antes de que el suburbio amorfo lo muerda todo. Son sus amigos de la plaza del fondo: pibes de mirada dura, algunos todavía con cachetes aniñados, que lloran con dolor y piden venganza a los gritos. Nazareno Alamo, Naza Reloco, está adentro con los ojos cerrados en un cajón abierto adornado con una bandera de Gimnasia y Esgrima de La Plata. Es una noche fría en el medio del verano, y en la funeraria se comenta que el asesino fue un tipo al que le dicen «Chino» y que es de la barra brava de Estudiantes. Pero hay quienes comentan que algunos amigos del Negrito podrían haber vengado su abandono.

Ya es de mañana cuando el velorio termina, y una caravana de motos sigue bajo el sol al coche fúnebre cuando pasea al cajón frente a la casa de los Alamo, en El Carmen. Después pasan por el santuario del Gauchito Gil en la plaza, donde truenan dos disparos, y frente a la vivienda de uno de los amigos del supuesto asesino. La recorrida termina en el cementerio municipal, acelerando las motos en punto muerto.


A Caballero, que se quedó de pie un instante al lado del cuerpo de Axel Lucero, se le amontonan los recuerdos: la cara seca del chico, los autos que ya pasaban el semáforo en rojo, las bocinas, las luces, los gritos de la gente, los que creían que el propio Caballero era un ladrón que acababa de matar a alguien y al que le gritaban «¡Hijo de puta!», «¡Asesino!», y los que habían visto la secuencia y confrontaban con los primeros. Asustado, desconcertado, Caballero guardó su propia arma y sostuvo la del Negrito, que revisó y encontró cargada y lista. Después, alguien le alcanzó un diario para envolverla.

En diez minutos, el cruce de las calles 7 y 80 se plagó de policías. Con la zona cercada dispusieron que Caballero espere a un costado, pero le permitieron conservar el arma de Lucero, que luego le entregó a la fiscal Virginia Bravo cuando ésta llegó. Caballero quiso llamar a su padre, pero el teléfono se le escapó de las manos y el chip y la batería se desparramaron en el suelo: sus nervios eran incontenibles.

Después de levantar rastros, huellas y balas, la fiscal y su secretario le preguntaron a Caballero qué había pasado. Con dos testigos, los peritos sacaron los cartuchos del arma del policía: de las 17 balas, cuatro habían sido disparadas. El arma del Negrito tenía tres en el cargador y una en la recámara. Sacaron fotos, hicieron un croquis de la escena del crimen. Levantaron la moto y dieron vuelta el cuerpo. Lo revisaron: no encontraron nada en los bolsillos. Le levantaron entonces el buzo, le limpiaron la espalda y vieron los disparos en el hombro, en el omóplato y en la costilla, siempre del lado de la espalda. Le bajaron los pantalones y le quitaron la gorrita, y de ahí cayó un casquillo: era la cuarta bala, que había ingresado y salido por el cráneo.

«¡Era un reguachín!», dice Caballero ahora. «Si lo veías con la ropa inflada parecía más grande, pero tenía el cuerpo de un nene. Ni pelos en la cara tenía.»

Dos horas después de los disparos, levantaron el cadáver y lo enviaron a la morgue. Caballero fue llevado a la comisaría octava, donde los amigos del Negrito también fueron concentrándose. A las dos de la madrugada, era un prisionero que quemaba: el comisario se lo sacó de encima y lo envió al destacamento policial del barrio de Abasto, en el sudoeste de la periferia platense. En un calabozo hediondo (el colchón estaba meado y todavía húmedo, y las cucarachas caminaban por todas partes), Caballero quedó por fin solo. «Rebobinaba la cinta a morir», dice. «Estaba shockeado. Seis horas atrás había estado en mi casa preparándome para ir al gimnasio y ahora estaba en un hoyo y en una encrucijada.»

Apenas clareó, un camión de traslado lo pasó a buscar para llevarlo ante la fiscal Bravo. El que conducía era un conocido suyo y no entendía qué pasaba. En el camino, compró el diario y lo vieron juntos. La fiscal decidió que Caballero sería el último en hablar: una testigo había contado que el policía había rematado en el suelo al Negrito y Bravo quería escuchar más testimonios antes de conocer su versión. A las diez de la mañana, un abogado visitó a Caballero en los tribunales, donde seguía esperando su turno. «No te voy a mentir, estás mal», le dijo el hombre. «Con la declaración de esa mujer, te comés de 8 a 25 años.» Mientras la fiscal escuchaba nuevas versiones, Caballero fue devuelto a la comisaría. Su madre lo visitó allí brevemente. Lloraron juntos. «Yo me dormía y me despertaba cada media hora. Lo único que hacía era dormir y llorar», recuerda. «No lo podía creer. Pensaba que era todo un sueño. Y quebraba.»

Al día siguiente, volvió a los tribunales y declaró una hora ante la fiscal. Detalle por detalle. Luego lo llevaron a los calabozos del subsuelo. Hubo algunos trámites y una primera sentencia: como no había más lugar en la comisaría, Caballero debía ser trasladado al penal de Olmos, una torre de Babel que, habitada por más de 3.000 presos, es la cárcel más grande y peligrosa de Argentina. «Se me puso la piel de gallina», dice.

El siguiente traslado no se hizo esperar. Caballero viajó en el camión sentado adelante, separado de los presos que iban atrás, encadenados, y que preguntaban por él: «¿Qué onda el loco ese que está ahí?». «Pensaban que yo era violín», explica, con la jerga que usan los presos para marcar a los violadores. «El viaje fue interminable: yo miraba el campo y las vaquitas, y me agarraba calor, frío, ganas de llorar. Pensaba que ésa era la última vez que iba a ver una vaquita.»

Cuando llegaron lo recibió la jefa de la unidad. Le dijo que conocía su historia y que consideraba que él no era un corrupto ni un abusador, sino un policía que se había defendido. Lo dejó durante ese día en un calabozo separado, con una cama y una letrina, un lugar un poco menos desagradable que el de la comisaría. Caballero sabía que en menos de 24 horas iba a ser uno más en el pabellón de los policías presos. Pero entonces, ya sobre el final del día, llamó la fiscal Bravo: la autopsia indicaba que las balas habían penetrado en un cuerpo sentado y en rotación, de modo dinámico, lo que para ella corroboraba, junto a varios testimonios (que a su vez contradecían al de la mujer que había dicho que el Negrito había sido rematado en el suelo), la versión del policía.

«El testimonio es una prueba endeble: dos personas frente al mismo hecho pueden contar dos cosas diferentes», dice la fiscal para justificar su decisión de dejarlo en libertad y no acusarlo por un exceso en la legítima defensa. «Por eso, la prueba fundamental y objetiva en este caso es la autopsia.»

El joven sargento Caballero fue liberado el mismo día en que llegó a la cárcel de Olmos. Atravesó la puerta del penal después de la medianoche. Afuera lo esperaba su padre. Cuando volvían pasaron por la comisaría octava: había sido apedreada por los amigos de Lucero.

«Yo llevaba el arma porque me sentía seguro y uno tiene que estar seguro para usarla», dice Caballero. «Si no, no la llevés. No podés dudar. Es igual que para el malandra: él agarra el fierro y tiene la misma responsabilidad que uno. Matar o morir. Agarrás un fierro y agarrás tu destino.»


La madre del negrito llega a su casa agotada. «Vengo de la fiscalía. Fui a ver si había avanzado la causa y me dicen que no, que no hay nada que amerite a favor del nene», se amarga. Ya pasaron varios meses del homicidio. «Todo está a favor del policía ése, que declaró que se asustó porque mi hijo le estaba robando. Pero le pegó cuatro tiros: creo que esto pasa más por otro lado.» Aunque no hay pruebas, Marcela dice que escuchó algo sobre una chica que compartían víctima y victimario. Está convencida de que Caballero ejecutó adrede a su hijo. Que le disparó en la cabeza de cerca. Que no le dio chance de vivir. «Yo tengo un montón de versiones», dice. «Y cada día me entero de algo nuevo.»

En el lugar que dejó el Negrito en su casa ahora hay vacío. Su cuarto permanece intacto y sobre su cama hay una bandera que hicieron sus amigos del barrio y que le dieron una noche a Tito, el cantante de La Liga, el grupo de cumbia preferido del Negrito, para que la sacudiera mientras cantaba «Yo tengo un ángel».

En la sala de la casa, una foto gigante cuelga de la pared: el Negrito sonríe, con lentes de sol y gorrita. «Lavaba sus viseras con cepillo, a la noche.», dice su madre mirando la foto.


Un año después del homicidio del Negrito, Araceli está en el gimnasio del Centro Paraguayo de Los Hornos. Siguiendo a su entrenador, la boxeadora se acostumbró a viajar a esa barriada del sur de La Plata para darle a la bolsa, a los abdominales, a la soga, a los guantes. «Si yo no estuviera entrenando, estaría en el barrio con las juntas», dice. «Pero el boxeo y mi mamá me salvaron.»

Araceli evoca al Negrito Axel Lucero, a Nazareno Alamo, al Ratón Pablo Alegre; a Maximiliano de León, Juguito. Y a su primo, Brian Perego: otro pibe que acaba de morir sobre una moto. Iba en su Honda Biz C125 cuando lo embistió una camioneta Ford EcoSport. Ahora sus parientes quieren saber si fue un accidente o un atentado: Brian tenía sus enemigos, explica Araceli. «Ya hay muchos chicos muertos», dice, apesadumbrada. «No se puede hacer nada. La junta te lleva, pero el camino es de cada uno: vos tomás tus decisiones y no le podés echar la culpa a nadie.»

Entonces se pone los guantes: hay que seguir entrenando.


Texto original de Javier Sinay, periodista argentino.

Publicado en la revista Rolling Stone-Argentina el 12-08-2014

Reportaje ganador de la categoría texto del Premio Iberoamericano de Periodismo Gabriel García Márquez 2015


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