Nunca lleves a tu hija a un concierto de pop

Nunca lleves a tu hija a un concierto de pop

Te pueden sangrar los oídos


 

Por: Hernan Casciari. Revista Orsai.

Argentino. Escritor


Yo creo que esto lo hemos vivido muchos. A continuación presentaré un texto del famoso blog Orsai, del argentino Hernán Casciari, que de pana, nuestros estilos se parecen, digo el estilo narrativo. Total que este texto me hizo recordar una vez que fui a Caracas Pop Festival en el año 2002. Fui con mis amig@s  Lisbeth Palma Antonio Romero (hoy parte del equipo de Pluma Volátil), Rofisael Rivero (futuro miembro) con su hermana Johana y mi prima Oriana Lugo. Esperábamos la presentación de la banda estadounidense No Doubt y estábamos bien adelante. En la previa de esa espera se presentó la galardonada banda chilena La Ley  que era el furor en aquel tiempo. Cuando salió Beto, el cantante un par de adolescentes quinceañeras entraron en delirio total y les dio por gritar lo más fuerte que podían. Como yo soy alto las tapaba porque estaba delante de ellas, entonces se las ingeniaron para brincar una luego de la otra al ritmo de la música y con un súper grito incluido que se iba directo a mi tímpano, ya que se impulsaban en mi hombro para poder ver por un segundo a los ganadores del Grammy. Se podrán imaginar como quedaron mis oídos.

Bueno los dejo con este simpático texto para reírnos un poco este viernes por la noche.

Rafael David Sulbarán. Editor


 

Me salvé de la colimba y de la guerra. Me salvé de ser vegetariano. Me salvé de muchas cosas horribles. Pero no pude esquivar la bala más dolorosa: llevar a mi hija a un concierto de Violetta. No le pude decir que no, porque en el fondo yo mismo le inculqué el consumo de cosas argentinas.

Entonces, cuando Violetta vino a Barcelona, la tuve que llevar. Es espantoso, porque cuando llegás tu hija se convierte en una masa de quince mil nenas iguales, que gritan todas al mismo tiempo.

Cuando los de seguridad amagan con abrir la puerta, ellas gritan. Cuando se escucha de fondo una prueba de sonido, gritan más fuerte. Cuando entramos por fin al estadio, aúllan todas juntas.

El olor del pochoclo dulce siempre me descompuso del estómago. Además no entro en mi butaca, estoy incómodo. Me pongo auriculares para escuchar la radio, pero es imposible. Saco un libro de mi mochila pero no puedo leer porque de repente, ¡chuf!, se apagan las luces. Y cuando se apagan las luces todas gritan más fuerte. ¡Quince mil nenas chillando como chanchas preñadas!

Gritan sin sentido, sin argumento, sin piedad. Y cuando pienso que nada puede ser peor que ese sonido agudo y horrible, salen al escenario doce adolescentes excitados y se ponen a cantar una canción espantosa. Veo, a la izquierda, a un papá que se desmaya sin hacer ruido. Nadie se da cuenta. Una docena de nenas le bailan encima y le pisan la cara y los pulmones.

Más atrás, otro papá se está bajando una botella de Criadores que trajo escondida; le tiembla el labio de arriba. Mi dolor de tímpanos es cada vez más intenso. Las canciones y las coreografías no se detienen, son como un tren de carga: una porquería atrás de la otra, todas llenas de un ritmo empalagoso y poco serio.

Para peor, cuando en el escenario aparece determinado muchachito, que se llama León y por lo visto es muy lindo de cara, las quince mil nenas gritan el triple de fuerte. ¡Qué ganas de meter a ese León en una jaula y tranquilizarlo a latigazos!

Intento taparme los oídos con las manos y siento los dedos húmedos. Entonces me miro las yemas y tengo sangre.

—¡Me están sangrando las orejas! —grito—. ¡Por favor, paren de cantar, hijos de puta!

Pero nadie me escucha, ni arriba del escenario ni abajo.

A mi izquierda, el papá de unas mellizas está tratando de suicidarse con el filo de una lata de Fanta, pero no lo consigue. Y más allá otro padre intenta escaparse solo del estadio. En el escenario empieza a sonar un rocanrról espantoso. Parece que es una canción muy esperada, porque las quince mil criaturas saltan de las butacas numeradas y se apretujan contra la baranda. Y bailan, y gritan y se funden en una especie de budín de nenas recalentadas.

De repente ningún padre encuentra a su hija, y entonces se suman al dolor de oído los propios gritos paternos:

—¡Jenifer!

—¡Aldana!

—¡Señorita Marianela!

Este último grito es de una niñera. Qué suerte que tienen los padres ricos, que mandan a sus hijas al concierto con la empleada.

Yo tampoco encuentro a Nina, pero no puedo gritar porque me empezaron a sangrar las encías. Si grito salpico a todo el mundo. Por suerte el concierto empieza a terminar. Me doy cuenta porque el volumen está cada vez más fuerte y porque me acaba de explotar el ojo derecho. Hizo ¡plop! y se oscureció medio recital.

Las quince mil nenas se mueven por todas partes con la misma soltura que las ratas en las calles de la Francia antigua. Y de lejos veo a Nina, a mi hija. Está arriba de un parlante de seis metros, bailando con un desenfreno que nunca en la puta vida le puso a la limpieza de su habitación.

Me guardo mi ojo derecho en el bolsillo, subo a mi hija a mis espaldas y empiezo a correr. No oigo nada, solamente siento un zumbido en el cerebro, igual que los soldados cuando les cae una granada cerca.

Sigo las flechas del suelo entre el humo y la barbarie y de repente salimos a la calle. ¡Ah, aire…! Hay ambulancias y paramédicos en la vereda, muchos padres heridos, otros deambulando sin rumbo; muchísimas nenas peladas de tanto arrancarse las mechas.

Yo empiezo a llorar de miedo, y entonces mi hija me abraza fuerte y me dice:

—Fue el día más feliz de mi vida, papá —eso me dice.

Y entonces me doy cuenta de que ir a un concierto pop infantil no es como ir a la guerra. Es peor que ir a la guerra. Pero ojalá todas las guerras terminen así, con una hija feliz apretándote fuerte en el medio del caos.


Texto publicado el 28 de mayo en Orsai

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